Vivir toikados
Ubicada entre el desastre griego y la recesión española, Portugal vive su particular infierno.
Las medidas de austeridad impuestas por la troika (UE, BCE, FMI) han roto el optimismo de sus ciudadanos, que sienten cómo su vida retrocede día a día
En la pequeña ciudad de Morão, en la región del Alentejo, a 200 kilómetros de Lisboa y a una decena de Extremadura, vive João António Espadeiro, de 84 años. Su esposa murió hace dos meses de cáncer. Desde entonces habita la casa en compañía solo de un perrillo rubiajo, flaco y gritón de malas pulgas. Espadeiro está enfermo, lleva un marcapasos desde hace años. Camina despacio mientras enseña sin mucho interés el patio de la casa en una heladora mañana de invierno con sol. El perro ladra a las visitas con esa mala leche de los perros enanos. Al lado del anciano se encuentra Vania Paias, integrante del equipo de médicos y conductores de ambulancias de esa comarca, cuya sede está en Morão. Espadeiro se señala el pecho y asegura que está mal, pero que muchas veces evita acudir a las consultas periódicas al hospital de Évora, a 70 kilómetros, porque la ambulancia (la que conduce Paias) le cuesta 36,50 euros y no puede permitírselo.
Desde que, por imposición de la troika, el transporte médico para enfermos no urgentes no es gratuito, Espadeiro racanea a la hora de ir a ese hospital lejano para no liquidar a base de viajes en ambulancia su pensión de 475 euros. Ya está acostumbrado. Lo lleva haciendo mucho tiempo: “Cuando mi mujer vivía, íbamos a las consultas de ella, pero a las mías no; no podíamos pagar las dos”. A veces, añade, ha pagado a plazos el trayecto. Paias asiente con cara de “qué se le va a hacer”.
Cuando se le pregunta al octogenario si cree que eso va a cambiar en cuanto se estabilice la economía, él se encoje de hombros con resignación, sorna e ironía, como si mirase a un marciano. Paias la conductora conoce más casos: el de la señora en silla de ruedas que desistió del fisioterapeuta en Évora y que se conforma con acudir al gimnasio de los bomberos; la del diabético que ha aprendido a ponerse la inyección de insulina por sí mismo; el de la señora de la localidad cercana de A Granja, que murió de cáncer de mama tras negarse a ir a las sesiones de quimioterapia en el hospital de Lisboa porque, sin ambulancia, debía ir en el autobús de las ocho de la mañana y regresar en el de las diez de la noche. Mientras, en un aparcamiento cercano languidecen una decena de ambulancias nuevas y perfectamente operativas. Paradojas de un país obligado a achicarse, a empequeñecerse, sin medios para atender y utilizar sus propias infraestructuras, creadas cuando no venían mal dadas.
El transporte médico de enfermos no urgentes ya no es gratuito, pero las ambulancias nuevas nadie las usa
El pasado mayo, Portugal, a un paso de la bancarrota, pedía ayuda al Banco Central Europeo (BCE), a la Unión Europea (UE) y al Fondo Monetario Internacional (FMI). La troika aceptó acudir en socorro del país, con 78.000 millones de euros, a pagar en varios tramos. A cambio —y además de los intereses—, exigió un detallado catálogo de medidas de ajuste y de ahorro que el actual Gobierno del conservador Pedro Passos Coelho, elegido primer ministro en junio, cumple con meticulosidad de relojero y que, semana a semana, modifican —para peor— la vida diaria de los portugueses. Desde no ir a la consulta de un especialista por no poder pagar los 36,50 euros del transporte, como João António Espadeiro, al de pagar dos euros más de IVA en un menú del día en una casa de comidas de barrio o el de tener que esperar más tiempo al autobús o el metro en Lisboa.
El miércoles, los representantes de la troika llegaron a Lisboa para examinar si el Gobierno sigue cumpliendo. El jueves salían en una foto en el Diário de Notícias, en la bella Praça do Comércio, en Lisboa, modernos, jóvenes, trajeados, sonrientes, con sus gafas de sol y los ordenadores portátiles en sus maletitas negras. Viajan periódicamente. Tras inspeccionar y, si procede, aprobar al Gobierno portugués, estos delegados de las macroinstituciones otorgan el visto bueno para que Portugal reciba el tramo correspondiente de préstamo. Y hasta la próxima. Los portugueses asisten a la operación con la misma actitud del jubilado sin ambulancia de Mourão, entre la resignación, la impotencia, la incredulidad y cierto temor a que a cada visita de estos tipos se apriete un poco más la soga que ya empieza a ahogarles. Lo denominan “vivir troikados”, con un neologismo que no necesita traducción. En una sintomática encuesta reciente diseñada para encontrar la palabra del año en Portugal 2012, “troika” figuró en tercera posición, después de “austeridad” y “esperanza”. Passos Coelho está convencido de que Portugal debe plegarse milimétricamente a las exigencias de la troika (“cueste lo que cueste, y cuesta mucho”, es una de sus frases) a fin de demostrar a sus socios (y acreedores) que Portugal no es Grecia, y que si algo falla (y, paradójicamente, por el contagio griego, todo puede que falle) no habrá sido por los portugueses, sino por las circunstancias. De ahí ese empeño en arrogarse, hasta el final, el papel de alumno obediente.
En Oporto, hace unos días, se sentaron a la misma mesa, frente al río, tres directores de escuela de la zona: uno dirige un centro escolar rural de primaria, otro regenta una escuela urbana y otro un instituto. Los tres están acostumbrados a negociar con autoridades del Ministerio de Educación de uno u otro Gobierno. “Y lo que nos dicen ahora es esto: hay que ahorrar, porque lo exige la troika”, comenta Manuel Pereira, director del Agrupamento de Escolas de Cinfães y presidente de la Asociación Nacional de Dirigentes Escolares. Por lo pronto, se han reducido los profesores un 10%. Los tres directores insisten en que en los últimos años —hasta la crisis— se invirtió mucho en escuelas. “Tenemos centros considerados de los mejores en Europa, escuelas de auténtico lujo, hubo tiempos en que se regalaba a cada alumno un portátil, tal vez hubo excesos”, añade Pereira. “Pero ahora nos quedamos con menos profesores y más tareas. Cuando la crisis golpea a las familias, estas acuden a los colegios: cada vez son más los alumnos que reciben un desayuno porque no tienen medios en su casa”, agrega Pedro Araújo, director de la Escola Secundária de Felgueiras. De nuevo la imagen de un Estado que se deshace poco a poco: cuarteles con ambulancias paralizadas porque no hay dinero para ponerlas en marcha, colegios del siglo XXI sin profesores que los atiendan como es debido, autopistas primorosas de peaje, que cruzan de lado a lado el país, casi desiertas por falta de automovilistas que las usen…
Estos directores sostienen que el 70% de sus alumnos reciben algún tipo de descuento para libros o para la comida en la cantina escolar. “Pero ese porcentaje sube: cada vez hay más desempleo, menos subsidios. Por ahora la escuela pública portuguesa funciona y aguanta. Pero, si los recortes se incrementan…”, agrega.
"Cada vez son más los chicos que desayunan en la escuela por falta de medios", dice un director de colegio
Han subido el IVA y las medicinas. Han bajado la frecuencia de los autobuses y de las líneas de metro, en Oporto y en Lisboa, que, además, presentan unas tarifas más caras. Y estas empresas públicas de transportes, deficitarias y endeudadas, deberán pasar, estas semanas, el examen detallado de la troika que, probablemente, impondrá nuevos recortes, es decir, menos vagones y más billetes caros. La nueva reforma laboral, otra de las exigencias de la troika, abarata el despido y lo facilita. Ir a urgencias cuesta 20 euros, el doble que hace unos meses. Y una consulta normal se grava por primera vez en Portugal con cinco euros.
Mientras, en una espiral diabólica, la economía del país gira en un círculo vicioso y da la impresión de que alguien ha quitado el tapón al sumidero: las agencias de notación bajan la calificación a Portugal porque no podrá pagar su deuda; para afrontar esa deuda, Portugal pone en marcha las medidas exigidas por la troika, que acarrean por su parte más recesión, que a su vez impulsa a las agencias de calificación a bajar otra vez la nota porque sin crecimiento no se podrá pagar la deuda y etcétera, etcétera.
El mismo Passos Coelho, el paladín de la austeridad, se encargó de anunciar solemnemente en televisión, en otoño, que los funcionarios y pensionistas que cobraran más de 1.000 euros no tendrían, ni en 2012 ni en 2013, pagas extraordinarias de Navidad y verano. No era la primera vez: ya les habían bajado el sueldo y escamoteado la paga de Navidad de 2011 en una suerte de impuesto especial. Paula Tomaz, profesora de portugués en un instituto de Belem ( Lisboa) de 56 años, que ingresa todos los meses unos 1.800 euros, siente que su vida retrocede: ya no hay vacaciones fuera de Lisboa, como antes; ya no compra los libros que compraba antes; ya no va a restaurantes con la frecuencia de antes; su hijo ya no va tres días al gimnasio, como antes, sino uno. Sentada en su despacho de su escuela dice: “Cuentan que el problema es que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades: yo no. Yo siempre pagué mis deudas, compré todo con mi dinero, sin préstamos, con lo que ganaba de mi sueldo. Hace 30 años que trabajo y no merecía esto. No me siento engañada, porque nunca confié mucho, pero tengo un sentimiento grande y creciente de injusticia”.
Tomaz personifica esa clase media que, según muchos expertos, esta crisis amenaza con llevarse por delante. Ella lo sabe. Levanta los ojos y añade: “Quiero tener esperanza. Necesito creer que voy a recuperar lo que perdí”.