La arrogancia y la mala educación son pan
cotidiano en las relaciones humanas, así que generalmente no me sorprendo
cuando soy testigo de ellas.
Sin embargo hay situaciones en las cuales
considero extremadamente necesario que los arrogantes, los engreídos y los
maleducados controlen sus bajas reacciones emocionales.
Por primera vez he observado de cerca el proceso
de hospitalización, un ingreso en un hospital alopático, y por primera vez he
podido analizar desde dentro el comportamiento de médicos, enfermeros y demás
personal sanitario.
Llamarme idealista, pero siendo profesiones que
lidian con el malestar de las personas esperaba encontrarme con personas amables,
disponibles, con una clara vocación al servicio hacia el enfermo. En cambio a
lo largo de los días he sido testigo de la tremenda arrogancia de los médicos y
de la mala educación de ciertos enfermeros.
Los médicos residentes trasudan arrogancia y
derrochan dosis letales de ego, autoproclamándose dioses de un credo médico al
cual exigen total sumisión.
El tacto que demuestran a la hora de
relacionarse con el paciente –ahora entiendo porque se le dice así a un
enfermo- es nulo y desde luego la humanidad brilla por su ausencia.
Cuando bajan de sus cielos para hablar con los
familiares del hospitalizado exigen la misma sumisión y adoración; su palabra
es ley divina y responden con desprecio si uno se atreve a pedirles
explicaciones. Ellos no están para explicar nada, solo dictaminan.
En el caso de los enfermeros y demás personal
sanitario la cuestión cambia; cuanto más se baja la escala jerárquica, más
amabilidad se encuentra.
Entre los enfermeros hay muchos que exhiben una
severa mala ostia, sobre todo los hombres grandes y las mujeres jóvenes;
atienden mal, contestan mal, se molestan cuando se les llama. Preguntarles algo
significa obtener respuestas sibilinas, vagas o un genérico nosé que esconde una voluntad de no
implicarse en nada.
Los enfermeros además tienen la clara función de
hacer de filtro e impedir que los fieles de la religión médica molesten
innecesariamente a los dioses o se pongan en contacto con ellos, exceptuando el
momento en que aparecen desde los cielos para la visita reglamentaria de medio
minuto.
Según el nivel de compenetración con el rol que
les exigen son más o menos rígidos en su comportamiento, pero todos se ponen en
alerta en cuanto se les pregunta por el médico y todos enseguida actúan
instintivamente para mantenerlo intacto en el pedestal, alejado de los pacientes.
Soy ciertamente un idealista, así que a médicos como el traumatólogo jefe de aquel hospital
universitario en las afueras de la ciudad condal, a sus discípulos y a ciertos
enfermeros de la planta 10 les recuerdo que su profesión necesita una dosis
extra de vocación al servicio de las personas, los pacientes que paciencia han
de tener para vender.
El mundo no necesita arrogancia y mala
educación, pero ciertas profesiones en cambio las requieren; si los médicos
dioses necesitan alabanzas y sumisión para sus egos y los enfermeros amargados
no saben atender a los enfermos, pues que se dediquen a otra cosa que hay mucha
gente dispuesta a trabajar de corazón, incluso dentro del despropósito de la
medicina oficial.